¿Qué pasa cuando consigues un trabajo en Londres, pero estás en medio de una pandemia global y vives en un país bajo estricto confinamiento?
Valeria, una profesional de banca de inversión con ocho años de experiencia en Venezuela, consiguió un trabajo en Fiduciam como analista de riesgo senior, pero llegar a Londres se convirtió en toda una odisea. Aunque tenía una justificación válida para salir del país, su única forma de poner rumbo a Londres fue a través de los canales humanitarios. Esta es su historia…
Aceleré el paso pues sentía que podía escuchar los pasos del militar tras los míos. Intenté mirar discretamente por encima de mi hombro para que mis movimientos no generaran ningún tipo de suspicacia. No había nadie siguiéndome. Me sentía como una fugitiva, como si estuviese huyendo con secretos de Estado en mi maleta en lugar de los 23 kg permitidos de artículos personales. El proceso de escapar de Venezuela durante la cuarentena se sintió como si fuese parte de un thriller de acción de Hollywood.
Los constantes interrogatorios combinados con las medidas de bioseguridad alargaron el proceso de migración en el aeropuerto más de lo habitual. Mientras hacía la cola de migración, rompí brevemente el distanciamiento social para escuchar las conversaciones de mis compañeros de viaje. Todos habían pasado por experiencias horribles, igual que las historias que ellos mismos habían escuchado de otros. Mi nivel de ansiedad aumentó cuando este chisme invadió mis pensamientos y me hizo imaginar los diferentes escenarios que podían arruinar mi plan de escape.
Mentalmente me dediqué a hacer un inventario mental de todos los documentos que necesitaba tener a mano en caso de que apareciera uno de estos escenarios. En el aeropuerto me preguntaron cuál era el motivo de mi viaje, revisando toda la evidencia que lo respaldaba. Incluso me pidieron los documentos de viaje de mi osito de peluche.
El aeropuerto era una mezcla de pasajeros ansiosos, funcionarios en trajes protectores y militares cuyos rifles se interponían cuando revisaban nuestros pasaportes. Nada que fuese muy distinto a la odisea para llegar al aeropuerto. Las calles y autopistas de Caracas, y especialmente las que llevan al aeropuerto, estaban repletas de alcabalas con policías y militares controlando y, por lo tanto, dificultando mi viaje hacia allá.
Encontrar un pasaje fue ya difícil de por sí. Venezuela estaba aún bajo un estricto confinamiento. No se permitían vuelos entrantes o salientes, excepto para viajes humanitarios; es decir, para residentes extranjeros atrapados en el país o personas, como yo, con razones válidas y documentadas para irse. Encontrar un pasaje en poco tiempo fue difícil y muy caro. Debo admitir que contemplé viajar en una lancha hasta Curazao o Aruba, manejar a través de la frontera con Colombia o abordar un pequeño avión bimotor y volar a la República Dominicana o incluso a Trinidad y Tobago. Afortunadamente, debido a que cumplía con los criterios (contrato de trabajo y pasaporte italiano) una agente de viajes muy hábil me encontró un pasaje a bordo de n vuelo humanitario.
Dejar Venezuela fue sólo la primera parte de un viaje de tres días que me llevaría a mi nueva vida en Londres. El vuelo humanitario me llevó a México, lamentablemente no pude ir a la playa, ya que llegaba en la noche y salía temprano al día siguiente hacia Miami. Tampoco en Miami pude ir a la playa ya que estaría ahí sólo cuatro horas hasta partir hacia Londres. Sí, para los venezolanos tener un buen bronceado es muy importante.
Después de un vuelo de tres horas, llegamos a un barrio mexicano. México nos recibió con un clima caliente y húmedo, y bebidas de cortesía en el hotel, las que me aconsejaron no beber por las bacterias en el agua. Ya había sobrevivido a la primera etapa de mi viaje, así que me sentí aventurera y me lo bebí de todas formas.
Ocho horas después me encontré de nuevo en el vestíbulo del hotel con mi maleta – esta vez sin que nos ofrecieran bebidas de cortesía – esperando al taxi que me llevaría al aeropuerto. Esta vez el panorama era diferente, había vida en el aeropuerto. Mucha gente comprando en las tiendas de duty-free y comiendo algo antes de embarcar. Parecía que la vida era, efectivamente, compatible con el coronavirus. Un escenario completamente diferente al de Caracas.
El vuelo a Miami duró un tercio del tiempo total que tuve que esperar en el aeropuerto de Miami. Después de un café con leche de Starbucks (imprescindible para los venezolanos tan pronto como pisamos tierras extranjeras), pude respirar tranquila al ver que mi vuelo a Londres llegaba a tiempo. Bueno, respirar es mucho decir cuando llevaba casi 27 horas inhalando y exhalando en una mascarilla N95 durante las últimas 11 horas, más 18 horas el día anterior.
Finalmente, a las 7 pm embarqué mi último avión rumbo a Londres. Afortunadamente, los vientos de cola acortaron una hora del tiempo de viaje, tiempo que perdí arrastrando mi maleta de 23 kg (aunque sentía pesaba como media tonelada) por Abbey Road tratando de encontrar el apartamento de mis amigos. Tras una cálida bienvenida, un buen plato de comida y una siesta, finalmente pude decir “llegué sana y salva a mi nueva casa”.
Mudarme a Londres significó viajar por cuatro países diferentes en tres días, un calvario digno de un artículo, pero con la más dulce de las recompensas: formar parte del equipo de Fiduciam.